“No estoy segura de cual es el fatal secreto”, Matilde en el Castillo de Otranto
La reciente campaña mediática contra la ocupación de viviendas no ha sido la primera, pero si una de las mas intensas de los últimos tiempos. Su lanzamiento, en vísperas de un probable recrudecimiento del conflicto por la vivienda, no parece casual. La crisis económica y sanitaria ha puesto en alerta a los sectores implicados, y este parece un primer movimiento de una parte. Esta campaña está empezando a tener respuestas, sobretodo en forma de artículos y en redes sociales. En estas respuestas, se ha denunciado que el fenómeno de la ocupación de casas está menos extendido de lo que los medios sugieren con tono alarmista. Los datos y las estadísticas refuerzan esta denuncia. Además se ha criticado, con razón, que se está confundiendo intencionadamente okupación con allanamiento de morada. Por último, se ha tratado de centrar de nuevo el debate sobre el problema del acceso a la vivienda, que es la causa primera que provoca la ocupación de propiedades.
La situación de calma tensa que vivimos, parece la antesala de una mayor conflictividad social, también en torno al tema que tratamos. Por eso las respuestas defensivas son imprescindibles, pero convendría tratar de ir un poco más allá y retomar la iniciativa en el conflicto, para eso puede ser útil examinar aspectos menos visibles o menos explorados. Además, frente a campañas de este tipo, los datos y las estadísticas suelen ser útiles solo a medias, porque de lo que se trata en este caso es de si ocupar viviendas y locales es legítimo o no.
La campaña se ha lanzado con titulares sensacionalistas, que llenan los programas de sobremesa y se esparcen por las redes sociales, provocando inquietud en la audiencia. Se nos presentan situaciones propias de un cuento de terror, en ellas el fantasma de la okupación puede apoderarse cualquier casa, en cualquier momento, para atormentar a sus inquilinas e inquilinos. Este fantasma de la okupación es sospechosamente similar a otro que se aparecía hace tres siglos, entonces el espectro tenía otro nombre.
En el siglo XVIII se empezaron a instaurar los Estados modernos, el Capitalismo industrial tomaba impulso y la burguesía se convertía en la nueva élite dominante. Hacía falta mano de obra para las fábricas y el campo, y también faltaban reclutas para mantener bajo control a las colonias. Con su ascenso al poder, la burguesía impuso su modelo de ciudadano ideal: ilustrado, entregado al trabajo, ahorrador y patriota. Para definir mejor este ideal se creó un modelo negativo, que personificaba lo primitivo, lo corrupto y el mal. Una de las principales manifestaciones de este modelo negativo fue la figura del vago (también lo encarnaba la población gitana, la extranjera, los sectores revolucionarios…). Se dedicaron estudios y análisis, se hicieron propuestas y, finalmente, se establecieron leyes y castigos para perseguir al fantasma de la vagancia.
Todas estas iniciativas trataban de forzar la integración en el mundo asalariado de sectores de la población que mantenían cierta autonomía económica, . Estos sectores conservaban tradiciones y prácticas comunitarias, que les permitían tener un control relativo de sus ingresos, y con ello, de sus vidas. Las Leyes de Vagos fueron la principal herramienta de esta campaña de presión. En ellas se empezó a distinguir la pobreza verdadera o de necesidad (por enfermedad, infancia, vejez…), de la pobreza falsa (por vagancia, maldad…). La distinción implicaba distintos tratamientos. A la pobreza verdadera había que socorrerla con caridad, asignarle trabajos en obras comunales y vigilarla. Se le imponía de esta forma el papel de víctima, víctima de una maldición bíblica; la maldición de la pobreza. La victimización deshumanizaba a estas personas y las convertía en sujetos pasivos, pero sobretodo liberaba al modelo social de la responsabilidad de su situación. A la pobreza falsa, a la vagancia, en cambio, había que castigarla con azotes, trabajos forzados (en galeras o minas) o incluso con la muerte. Jornaleras y jornaleros que pasaban tiempo sin servir a nadie, gentes que vivían de la venta ambulante o la artesanía, feriantes, artistas y otras personas que combinaban trabajos informales con estrategias de supervivencia basadas en el apoyo mutuo, eran señaladas como vagos.
La Ley de Vagos se decretó en España en 1745, y consistió en una campaña de disciplinamiento cuyo objetivo era ajustar a la población a las necesidades del Capitalismo y del Estado modernos. A esta ley le siguieron otras, con nombres y disposiciones parecidas, que se fueron adaptando a cada momento histórico. Los gestores estatales de todo color político han impuesto, desde aquel momento, sus propias leyes de vagos. En el siglo XX se implantaron la Ley de Vagos de 1933 durante la República, la de 1954 con Franco, luego vinieron otras leyes represivas tanto durante el franquismo como después, y ya mas recientemente se aprobaron las leyes de extranjería, y las ordenanzas cívicas municipales que perseguían el mismo objetivo por medios parecidos; ordenar el mercado laboral y de consumo por la fuerza.
El fantasma de la okupación que se nos presenta hoy es una actualización del viejo fantasma de la vagancia. Ahora, las instituciones quieren respaldar al sector inmobiliario ante un probable aumento de los desahucios. La urgencia de mantener la disciplina entre quienes viven alquilando o pagando una hipoteca, impulsa la nueva campaña. Legalmente el tema de la ocupación apareció en 1995, en el nuevo Código Penal que aprobaron todos los partidos (incluida Izquierda Unida y Esquerra Republicana de Catalunya). En él se acordaba, entre otras cosas, castigar el delito de ocupación de viviendas y espacios abandonados con penas de cárcel. Las instituciones respondían así a las dinámicas de ocupación de viviendas y centros sociales que se estaban dando en aquellos años. Estas dinámicas que surgieron en un contexto de crisis y paro juvenil, sirvieron unos años después de inspiración al movimiento por la vivienda.
La crisis económica de 2008 generó algunas simpatías hacia la ocupación de viviendas. Por eso en su última aparición el fantasma se vuelve a presentar en dos versiones, como su ancestro. El carácter disciplinario de la campaña basa su eficacia en la división entre okupas por necesidad y okupas por interés (interés político cuando se refieren al activismo social y económico cuando se hablan de mafias). Esta división es falsa, alguien que decide infringir la ley y tomar una vivienda, porque se niega a aceptar el chantaje que impone el negocio inmobiliario, está ejecutando un acto de desobediencia política. En el mismo sentido, cualquiera que ocupe una vivienda o local, lo hace para cubrir necesidades que el modelo económico actual no satisface. No se puede desligar el fenómeno de la ocupación de viviendas, de los efectos del negocio inmobiliario, por eso la distinción entre tipos de okupas solo contribuye a su deshumanización, como víctimas pasivas o como gentes malintencionadas. La división contribuye a aislar a quien se decide a desobedecer la ley.
Todo cuento de terror tiene sus protagonistas, que luchan por la vuelta a la normalidad, enfrentándose a los fantasmas. El sector inmobiliario, los bancos, las constructoras, los políticos y las empresas de seguridad forman parte de un entramado que ha permitido a las élites sostener sus beneficios durante años. Unos beneficios conseguidos a costa del esfuerzo y los ingresos de buena parte de la población. En los últimos años algunos sectores de la clase media se habían insertado (de forma mas o menos legal) en este entramado como caseros de pisos de alquiler (turístico o no). Y luego está el tema de las llamadas mafias, que la mayoría de casos son gentes precarizadas que cobran por abrir una casa, en otros es algo mas organizado. Estas dinámicas reproducen a pequeña escala la lógica del negocio inmobiliario legal, haciendo que unos sectores precarios exploten a otros. El miserabilismo se contagia fácilmente cuando el modelo social está basado en el sálvese quien pueda. Aun así el término mafia se usa abusivamente en este caso, si hubiera que señalar a alguna mafia real sería la que forma el negocio inmobiliario, como se comprobó con los casos de corrupción que dieron pie a la última burbuja inmobiliaria. En cualquier caso este tipo de actividades reproducen a escala liliputiense las dinámicas del negocio inmobiliario legal, del cual dependen para existir. Con esto de las mafias de la okupación pasa como con las llamadas mafias de la inmigración; se estigmatiza al colectivo de migrantes vinculándolo con actividades delictivas, para tener una coartada para castigarlo. En el relato que se nos presenta en la campaña, estas gentes (del negocio inmobiliario legal) aparecen como víctimas del fantasma de la okupación, cuando son las principales causantes de los problemas relacionados con la vivienda (hipotecas abusivas, alquileres caros, negocios urbanísticos…). Detrás de la campaña se intuye mucho interés por imponer castigos mas graves a quien infrinja la ley, pero también por ocultar el papel real del sector inmobiliario en la crisis de vivienda que viene. El monstruo real cotiza en bolsa y se presenta a las elecciones, señalarlo públicamente centraría la atención en los verdaderos responsables del problema.
La aparición del fantasma de la okupación, como la de cualquier otro fantasma, revela finalmente un gran secreto que da sentido a todo el relato. El fantasma condensa las pesadillas de la ciudadanía acomodada, la de ayer y la de hoy. En esas pesadillas hay un hilo que comunica la cultura de resistencia actual con la de otras épocas; una resistencia a los modos y condiciones de vida que trata de imponer el Capitalismo a aquella parte de la población de la que extrae sus beneficios.
Esta cultura de resistencia se expresa, a veces de forma fragmentaria y de modos poco explícitos, en la desconfianza hacia las autoridades, en la confianza en las propias capacidades, en la astucia y en la valentía de quienes se niegan a tragar con las imposiciones del Capital. Los impagos, los enganches, la ocupación de espacios y el apoyo mutuo, son parte de esas estrategias que tratan de colocar la vida por encima de los intereses económicos y las instituciones. Reconocerse como parte de esa tradición y reivindicarla como propia nos reconecta con la población represaliada con las leyes de vagos, las de extranjería o las ordenanzas cívicas. Al hacerlo, se vuelve a poner encima de la mesa lo mismo que entonces, que es: para llevar vidas mas dignas existe la posibilidad de oponerse cotidiana y colectivamente a las imposiciones de las élites.
La campaña del fantasma de la okupación se apoya y refuerza miedos existentes a nuestro alrededor. Para responder a ella hace falta demostrar la mala intención de sus propagandistas, y su falsedad. Conviene también saber quienes son y como enfrentarse a ellos. Las distinciones que tratan de imponernos solo refuerzan su posición y nos debilitan, por eso no deberíamos reproducirlas. Cada persona o grupo que ocupa una vivienda o local lo hace por razones propias, pero todas tienen su origen en los efectos del negocio inmobiliario y forman parte de una tradición de resistencia que nunca ha desaparecido del todo. Reforzar esa tradición es hacer justicia con la población represaliada, y puede servir para convertir las pesadillas de las élites en realidad.
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Ana Coluta, Briega, 21 de septiembre de 2020, https://www.briega.org/es/opinion/okupacion-fantasma-sobremesa